POR: |tixola|

Ana Rodriguez Rodriguez

Ylustraciones |cazo|

Siddartha Rodrigo Clúa

miércoles, 14 de mayo de 2008

sábado, 23 de febrero de 2008

CAPITULO V: ANTONIO


Por lo que yo sé el de 1884 fue un diciembre frío pero luminoso. El sol resplandecía aquella mañana en lo alto del cielo. Ardiente, poderoso, imperturbable. Las mujeres observaban a los niños mientras lavaban la ropa blanca y la tendían sobre las ramas desnudas de ese cerezo que jamás ha dado cerezas, ¿sabes cuál te digo? No diré que los pájaros cantaban, ni que el agua fluía dejando entrever sus intimidades. Sólo te diré que el silencio era abrumador; tanto allí fuera como en el interior de la fría casa.

Nadie hubiera dicho que la señora Carmen estaba dando a luz en aquel mismo instante a su primogénito. Pobre Carmen, obligada a parir como una niña rica. En silencio. Ni un solo suspiro, ni el más mínimo parpadeo. Y dolía, vaya si dolía. Que traer vida a este mundo no es un juego, o eso dicen.

Cuentan que el niño era demasiado grande y que ello hizo todavía peor el proceso. Que el dolor la penetraba desde la primera a la última vértebra, y aún así no dijo ni pío. Permaneció tendida sobre la cama, arrugando con los puños aquellas inmaculadas sábanas de hilo que habían sido bordadas por cien monjas. La cabellera sudorosa bailaba sobre la almohada con iniciales, perdida. Porque si algo tenía Carmen era una preciosa melena. La recuerdo como si fuese ayer, sentada bajo aquel árbol que ves allá, bordando, resplandeciente. No tengo ni idea de qué misteriosas esencias usaba para embellecerse, pero lo cierto es que daban resultado; pues aquellas ondas doradas eran las más hermosas que he visto en mis casi infinitos años. Pero las mujeres así no están hechas para hombres como yo. ¿Me escuchas niño? El amor es cosa de ricos.

Me han dicho que aquella tarde la acompañaban dos doncellas y una partera, una de esas viejas sabias que van de pueblo en pueblo prestando sus servicios. Una anciana temblorosa que había colaborado en medio millón de partos a lo largo de su vida. Una vez Elvira me dijo que para traer al pequeño al mundo se habían utilizado veintiséis litros de aceite de rosas y tres tinajas de agua de lavanda, pero eso ya no lo puedo asegurar.

Sé que la buena mujer luchó silenciosa durante siete interminables horas, hasta que al fin aquellos huesos de quien todavía no ha dado vida nunca se abrieron para expulsar a un rollizo niño de ojos color miel. La sangre lo inundó todo, pero nadie dijo ni pío. Increíble. Una de las asistentas apuró a recoger al crío para arroparlo, limpiarlo, vestirlo con mil lazos y dárselo a quien lo amamantaría.

Los obreros estaban tomando algo en la taberna cuando el notario Losada irrumpió orgulloso con un enorme cigarro en los labios. “Ha sido varón!”, exclamó. Y todos se apresuraron a darle la enhorabuena, a felicitarle por aquella puntería en la búsqueda de un heredero para todas sus posesiones, que no eran pocas. “Otro niño rico”, pensaron algunos; pero igualmente se acercaron al reciente padre para estrecharle afectuosamente la mano como a buen patrón.

Losada era como un caballo al que han cepillado demasiado. Orgulloso, altivo. No era como los trabajadores, y lo dejaba claro en cada gesto, con cada bocanada de humo de aquel cigarro que se fumaba a la salud de su primogénito. No era malvado, aunque sí un poco presuntuoso; cosas de ricos, supongo. Gobernaba sus tierras y a su gente con mano de hierro, siempre certera. Todos le odiaban y le admiraban en silencio. Siempre silencio en esta historia.

Te estoy hablando del nacimiento de Antonio, bautizado en esta misma parroquia hace hoy más de un siglo. De cómo vino al mundo, entre lujo y ropa limpia.

En aquel momento si alguien hubiese abierto la boca para decir lo que sería de aquel pequeño en un futuro nadie lo hubiera creído. Un malcriado más, habrían afirmado; y en cierto modo ninguno de los que bebían vino apoyados en aquella barra se hubiera equivocado.

Pobre Carmen. Pariendo como una muchacha bien. En silencio, te lo repito una y otra vez. Que ni un suspiro se oyó aquella tarde. Ni siquiera se pudo escuchar el grito de aquel bebé que luego le daría tanto a la lengua. Pero por supuesto yo no sé nada, que a mí todo esto me lo han contado.

viernes, 1 de febrero de 2008

lunes, 21 de enero de 2008

CAPITULO IV: LA BUENA NUEVA



“Madre, tengo una buena nueva”, escribió Perfecto un 4 de agosto.

Tenía ya 18 años, y miles de horas de arduo trabajo en los campos de azúcar pesando sobre cada una de sus vértebras. Tras el mostrador de ébano esperaba pacientemente a su primer ángel de la guarda. Tamborileaba nervioso con los dedos, contrastando la suavidad del barniz con la aspereza cruel de sus manos. Se había puesto el traje de lino gris, aquel que le había costado varias noches de hambre.

Observó impaciente a su alrededor. Las paredes encaladas se hallaban cubiertas de estanterías en las que descansaban lujosos zapatos de mujer. Fijó su mirada en sus favoritos, los primeros que había visto nunca. Eran naranjas, hermosos. El cuero como oblea, el tacto del seno de una muchacha, el color del fuego todavía joven. Reposaban sobre tacón carrete de siete centímetros, la punta sutilmente ovalada, el escote amplio que dejaría asomar el inicio del fin. Parecían majestuosos, danzando en la inmensidad de aquella tienda que todavía olía a nuevo.

Un sutil clin-clin-clin le sacó de su ensimismamiento y sonrió ampliamente con la ilusión brillando infinita en los ojos. La brillante luz que entraba por el escaparate le permitió ver con detalle a la dama. Era sumamente delicada, y quiso abrazarla. Vestía un sutil vestido de seda verde, ceñido en la cintura y generoso en el pecho. La castaña cabellera dormitaba bajo un sombrero de ala ancha. Saludó con perfección y suavidad y, tras merodear brevemente, señaló los botines azules que dormían en la esquina. Perfecto se los acercó, tímido. Ella se desprendió de sus sandalias con la firmeza de una flor y él, tratando de no rozarla siquiera, acercó el calzado a sus minúsculos pies. Una vez probados y bien mirados, la muchacha asintió seria. Y Perfecto quiso gritar.

Le temblaban las manos mientras envolvía aquel par de obras de arte en papel de arroz. Los introdujo eufórico en la caja roja, con los ojos emocionados, casi despidiéndose de ellos. La transacción fue rápida, en décimas de segundo sus primeros dólares descansaban en la caja registradora de bronce. La muchacha salió de la tienda con paso firme, y su presencia se desvaneció como un fantasma.

Perfecto salió al exterior, y el sol le acarició la tez curtida. Alzó la vista y se enorgulleció. Allí, sobre la puerta de su propia zapatería, en pleno centro de La Habana, relucían las letras doradas “La buena nueva”.

lunes, 14 de enero de 2008

Capitulo III; Rosalía


La señora Rosalía tiene ya 84 años. Camina despacio, encorvada, con el pelo grisáceo bajo el pañuelo negro-luto que ya casi forma parte de su marchito cuerpo. Se dirige a la iglesia, no sabe muy bien por qué, tal vez porque es costumbre y las costumbres no se han de romper nunca. El párroco es insolente y altivo, pero “non hai que facerlle” y ella no es nadie para cuestionar el poder de la Iglesia. No sabe leer, y escribe con dificultad su nombre.

Las manos retorcidas parecen las raíces de un árbol que lucha por fijarse al suelo. Las uñas ennegrecidas de arrancar hojas de grelo, berzas, nabizas y alguna que otra zanahoria. Le duelen los pies, torcidos y lentos. Las piernas hinchadas laten bajo tres enaguas. Siente que ya no puede más.

Llueve, como siempre, y la señora Rosalía recuerda mientras avanza a paso de tortuga. Acuden a su mente los años pasados. Cuando era una mujer fuerte, fornida. Tabernera de profesión nunca tuvo marido por ser considerada ·demasiado masculina”. Pero a ella le da igual, siempre le ha gustado estar sola. La piel curtida, resistente. La cara roja y brillante, enmarcada por una melena corta e hirsuta. Castaño claro, como las aves que anidaban en aquel árbol. El mentón peludo, los ojos llorosos, la boca de palabras firmes y certeras. “Rosalía a da taberna non anda con chiquitas”. Brazos fuertes como los del mejor hombre, espalda ancha, garganta quemada por el aguardiente, labios casi invisibles bajo el áspero bigote. “Unha muller de armas tomar”.

Ahora Rosalía ya no es lo que era. Siente las gotas de agua sobre sus brazos, pero no le molesta. Su espalda se ha torcido como respuesta a los gritos de la tierra que la vio crecer y que ahora la ve menguar. Ya no le queda nada. Nadie la recuerda. Siente que se ahoga, y no hace nada por remediarlo. Se sienta tranquila a esperar su fin, consciente de que hoy no llegará a tiempo a misa. Un muro de piedra la acoge sutilmente, casi con una caricia. Y allí se queda la señora Rosalía, esposa de almas en pena; inerte, transparente, agotada.

A nadie le importará su muerte, nadie se molestará en acudir a su entierro. Será sepultada en ese lugar al que nadie lleva flores nunca. Indiferente para la historia, doña Rosalía jamás volverá a blasfemar.

jueves, 10 de enero de 2008

CAPÍTULO II; PERFECTO



Entre gritos y dolor llegó Perfecto al mundo. Su madre ni siquiera le miró y él optó por quedarse callado. Tembloroso, todavía ensangrentado, observó por primera vez sus manos neonatas. No eran las de un bebé. Aquellas manos eran ásperas, duras, las uñas malformadas y rugosas. Y, contemplándolas detenidamente en el silencio, Perfecto supo desde aquel preciso instante, en el que el aire apenas acababa de rozar sus pulmones, que su destino era trabajar.

Ni un solo día de su infancia dejó Perfecto de palpar sus manos, de observarlas disgustado; pues no auguraban un futuro de comodidades. Observaba el niño a sus hermanas adolescentes cubrirse la tez con los posos del vino que su padre, arriero de profesión, transportaba de pueblo en pueblo. “Para suavizar la piel”, decían; y suavidad era lo que él tanto anhelaba. De modo que un buen día, cuando nadie miraba, introdujo sus pequeñas manitas manchadas de tierra en las tinajas de aromático líquido y se sentó a esperar con la dermis todavía empapada en el ácido jugo. Pero cuando su padre volvió… ¡Ay, cuándo su padre volvió! Los gritos movieron con su vibración la luna provocando irascibles mareas que dejaron sin peces al mar y sin lluvia a los campos. Y Perfecto pensaba… “Merecerá la pena cuando mis manos sean las de un conde”. Pero esperó y esperó, sentado en aquella piedra, castigado contra la pared, ayudando en las tareas de la casa. Esperó, pero sus frágiles deditos continuaban siendo como lija de carpintero.

A los 14 años terminó Perfecto por convencerse de que jamás sus caricias serían las de una pluma y, sin saber siquiera leer, embarcó hacia la Habana en el enorme buque de las almas en pena. Y lloró. Lloró cincuenta días con sus cincuenta largas noches, asustado por el futuro de aquel que debe ser hombre siendo todavía niño.

Observó en las Indias el trato que se daba a los que eran como él y terminó de comprender entonces lo que el destino había grabado en sus huellas digitales. Alquiló una habitación pequeña y vacía en la buhardilla de un casino y comenzó a trabajar en las plantaciones de azúcar. De noche, adormecidos todos y cada uno de sus músculos por la dura jornada, el niño Perfecto acercaba la cabeza al suelo y observaba entre las rendijas a los grandes magnates estadounidenses. Cegado por la luz blanquecina y los ases de diamantes, admiraba sus blancos trajes de hilo; sus sombreros de paja dorada, sus puros humeantes de dinero y felicidad.

Y fue en el seno de una noche cubana que Perfecto se juró a sí mismo que sería como aquellos caballeros. Prometió que algún día vestiría empolvadas galas de vainilla negra, bebería mojitos en cristal de bohemia y fumaría habanos infinitos de aromas inconfesables. Sus manos le recordaban que debía trabajar, y trabajando conseguiría todo aquello con lo que ni siquiera él mismo hubiera podido soñar.


martes, 8 de enero de 2008

CAPITULO I; LA CASA





Aquella casa era enorme. Fría por fuera y caliente por dentro.

Solitaria en medio del jardín de camelios centenarios que daban camelias blancas. El césped humeante por la lluvia tras la sequía, los pensamientos violetas flotando en el ambiente. Alli yacía. Las piedras gallegas, húmedas, rugosas, contaban historias de amor y muerte, lágrimas y olvido en el recuerdo. Cualquiera que apoyase sus manos sobre las concavidades de la pared sentía un escalofrío terrible que recorría su espinazo de abajo a arriba, como un relámpago de palabras que quisieran ser escritas.

Dentro la voz acogedora del fuego calaba hasta los huesos al visitante. Los mullidos sofás granates invitaban a sentarse al peregrino, los viejos muebles empolvados susurraban al oído canciones de amor y despedidas. La cocina olía a comida, a azúcar y miel, a recetas hechas con mucho amor.

Bajo el techo abovedado la lámpara de araña iluminaba alfombras turcas, figuras africanas, el cuadro de Marta Chapa sobre la blanca pared. Fotografías de los niños cuando tenían un año, grabados de La Habana y el rincón de los recuerdos, donde descansaba el gato de peluche de la abuela.

La habitación principal era majestuosa, en las paredes pinturas femeninas, los muebles de castaño fabricados con manos ásperas y vividas. Las tulipas de las lámparas brillaban con luz naranja, muy viva. El armario guardaba cien tesoros de plata vieja y azabache, la ropa con olor a naftalina y frutos rojos.

Justo debajo la bodega, con el suelo de tierra húmedo y brillante. Cientos de jarras colgaban de las vigas recordando viajes encantados a lugares inhóspitos (o simplemente nuevos). El vino hervía en la prensa inundando la vivienda de un olor dulzón y penetrante.

En la biblioteca cantaba la estantería, repleta de libros infinitamente viejos de hojas amarillentas y desgastadas. Y en el centro, silencioso, el diario de Maruja –escrito con letra caligráfica de niña que había sido educada en casa por una institutriz- parecía vibrar queriendo ser descubierto. Y poco más allá, rodeada de Budas, la muchacha se sentaba a escribir, melancólica tal vez, mientras el grito alegre de un joven resbalaba por el suelo pintando con calor el ébano.