POR: |tixola|

Ana Rodriguez Rodriguez

Ylustraciones |cazo|

Siddartha Rodrigo Clúa

sábado, 23 de febrero de 2008

CAPITULO V: ANTONIO


Por lo que yo sé el de 1884 fue un diciembre frío pero luminoso. El sol resplandecía aquella mañana en lo alto del cielo. Ardiente, poderoso, imperturbable. Las mujeres observaban a los niños mientras lavaban la ropa blanca y la tendían sobre las ramas desnudas de ese cerezo que jamás ha dado cerezas, ¿sabes cuál te digo? No diré que los pájaros cantaban, ni que el agua fluía dejando entrever sus intimidades. Sólo te diré que el silencio era abrumador; tanto allí fuera como en el interior de la fría casa.

Nadie hubiera dicho que la señora Carmen estaba dando a luz en aquel mismo instante a su primogénito. Pobre Carmen, obligada a parir como una niña rica. En silencio. Ni un solo suspiro, ni el más mínimo parpadeo. Y dolía, vaya si dolía. Que traer vida a este mundo no es un juego, o eso dicen.

Cuentan que el niño era demasiado grande y que ello hizo todavía peor el proceso. Que el dolor la penetraba desde la primera a la última vértebra, y aún así no dijo ni pío. Permaneció tendida sobre la cama, arrugando con los puños aquellas inmaculadas sábanas de hilo que habían sido bordadas por cien monjas. La cabellera sudorosa bailaba sobre la almohada con iniciales, perdida. Porque si algo tenía Carmen era una preciosa melena. La recuerdo como si fuese ayer, sentada bajo aquel árbol que ves allá, bordando, resplandeciente. No tengo ni idea de qué misteriosas esencias usaba para embellecerse, pero lo cierto es que daban resultado; pues aquellas ondas doradas eran las más hermosas que he visto en mis casi infinitos años. Pero las mujeres así no están hechas para hombres como yo. ¿Me escuchas niño? El amor es cosa de ricos.

Me han dicho que aquella tarde la acompañaban dos doncellas y una partera, una de esas viejas sabias que van de pueblo en pueblo prestando sus servicios. Una anciana temblorosa que había colaborado en medio millón de partos a lo largo de su vida. Una vez Elvira me dijo que para traer al pequeño al mundo se habían utilizado veintiséis litros de aceite de rosas y tres tinajas de agua de lavanda, pero eso ya no lo puedo asegurar.

Sé que la buena mujer luchó silenciosa durante siete interminables horas, hasta que al fin aquellos huesos de quien todavía no ha dado vida nunca se abrieron para expulsar a un rollizo niño de ojos color miel. La sangre lo inundó todo, pero nadie dijo ni pío. Increíble. Una de las asistentas apuró a recoger al crío para arroparlo, limpiarlo, vestirlo con mil lazos y dárselo a quien lo amamantaría.

Los obreros estaban tomando algo en la taberna cuando el notario Losada irrumpió orgulloso con un enorme cigarro en los labios. “Ha sido varón!”, exclamó. Y todos se apresuraron a darle la enhorabuena, a felicitarle por aquella puntería en la búsqueda de un heredero para todas sus posesiones, que no eran pocas. “Otro niño rico”, pensaron algunos; pero igualmente se acercaron al reciente padre para estrecharle afectuosamente la mano como a buen patrón.

Losada era como un caballo al que han cepillado demasiado. Orgulloso, altivo. No era como los trabajadores, y lo dejaba claro en cada gesto, con cada bocanada de humo de aquel cigarro que se fumaba a la salud de su primogénito. No era malvado, aunque sí un poco presuntuoso; cosas de ricos, supongo. Gobernaba sus tierras y a su gente con mano de hierro, siempre certera. Todos le odiaban y le admiraban en silencio. Siempre silencio en esta historia.

Te estoy hablando del nacimiento de Antonio, bautizado en esta misma parroquia hace hoy más de un siglo. De cómo vino al mundo, entre lujo y ropa limpia.

En aquel momento si alguien hubiese abierto la boca para decir lo que sería de aquel pequeño en un futuro nadie lo hubiera creído. Un malcriado más, habrían afirmado; y en cierto modo ninguno de los que bebían vino apoyados en aquella barra se hubiera equivocado.

Pobre Carmen. Pariendo como una muchacha bien. En silencio, te lo repito una y otra vez. Que ni un suspiro se oyó aquella tarde. Ni siquiera se pudo escuchar el grito de aquel bebé que luego le daría tanto a la lengua. Pero por supuesto yo no sé nada, que a mí todo esto me lo han contado.

1 comentario:

Unknown dijo...

Siempre me han gustado los relatos de vidas, de nacimientos, de vivencias en general, también de muertes.

Ver cómo narras las no tan apacibles vidas de tus personajes es fascinante, no me canso de leerte. Eres como los libros de Isabel Allende que leo en cuanto puedo. Tu forma de escribir, como la suya, es capaz de evocarme conceptos, imágenes con una cegadora luminosidad y un olor a páginas de un libro que ha estado guardado mucho tiempo en un sótano, como los de mi herencia. Me evoca... la textura es la suave de las letras sobre el papel, casi imperceptible. O la de las hojas frescas del árbol bajo el que te sientas a escribir, en esas largas y aburridas tardes de verano en casa de la abuela. Quién sabe.

Estas historias, como las nuestras, las historias de la vida, se leen con un tono, pausado, andante, de una tía que te cuenta un cuento por la tarde, a eso de las cuatro y después del café, sentados en el sofá de la salita, mientras duerme la pobre abuela...

nunca me cansaría.