POR: |tixola|

Ana Rodriguez Rodriguez

Ylustraciones |cazo|

Siddartha Rodrigo Clúa

lunes, 21 de enero de 2008

CAPITULO IV: LA BUENA NUEVA



“Madre, tengo una buena nueva”, escribió Perfecto un 4 de agosto.

Tenía ya 18 años, y miles de horas de arduo trabajo en los campos de azúcar pesando sobre cada una de sus vértebras. Tras el mostrador de ébano esperaba pacientemente a su primer ángel de la guarda. Tamborileaba nervioso con los dedos, contrastando la suavidad del barniz con la aspereza cruel de sus manos. Se había puesto el traje de lino gris, aquel que le había costado varias noches de hambre.

Observó impaciente a su alrededor. Las paredes encaladas se hallaban cubiertas de estanterías en las que descansaban lujosos zapatos de mujer. Fijó su mirada en sus favoritos, los primeros que había visto nunca. Eran naranjas, hermosos. El cuero como oblea, el tacto del seno de una muchacha, el color del fuego todavía joven. Reposaban sobre tacón carrete de siete centímetros, la punta sutilmente ovalada, el escote amplio que dejaría asomar el inicio del fin. Parecían majestuosos, danzando en la inmensidad de aquella tienda que todavía olía a nuevo.

Un sutil clin-clin-clin le sacó de su ensimismamiento y sonrió ampliamente con la ilusión brillando infinita en los ojos. La brillante luz que entraba por el escaparate le permitió ver con detalle a la dama. Era sumamente delicada, y quiso abrazarla. Vestía un sutil vestido de seda verde, ceñido en la cintura y generoso en el pecho. La castaña cabellera dormitaba bajo un sombrero de ala ancha. Saludó con perfección y suavidad y, tras merodear brevemente, señaló los botines azules que dormían en la esquina. Perfecto se los acercó, tímido. Ella se desprendió de sus sandalias con la firmeza de una flor y él, tratando de no rozarla siquiera, acercó el calzado a sus minúsculos pies. Una vez probados y bien mirados, la muchacha asintió seria. Y Perfecto quiso gritar.

Le temblaban las manos mientras envolvía aquel par de obras de arte en papel de arroz. Los introdujo eufórico en la caja roja, con los ojos emocionados, casi despidiéndose de ellos. La transacción fue rápida, en décimas de segundo sus primeros dólares descansaban en la caja registradora de bronce. La muchacha salió de la tienda con paso firme, y su presencia se desvaneció como un fantasma.

Perfecto salió al exterior, y el sol le acarició la tez curtida. Alzó la vista y se enorgulleció. Allí, sobre la puerta de su propia zapatería, en pleno centro de La Habana, relucían las letras doradas “La buena nueva”.

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